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29-9-2013|10:30|Identidad Opinión
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Cómo y cuándo percibimos nuestro género y las diferencias

El caso de la niña trans: ¿Puede Lulú?

Cuando la nena tenía cuatro años, los padres llegaron a la CHA en busca de contención y apoyo. Marcelo Suntheim, activista de esa organización, cuenta por qué Lulú sí pudo a los seis años autopercibir su identidad de género. Y cómo su familia logró conseguir un DNI a su medida.

 

Desde que nació, Luana – Lulú, para los medios- como lo hace cualquier niño o niña, informó con gestos y muecas cada vez que tenía hambre, sed, calor, o le dolía la panza. Con llantos cuando pedía la presencia de su papá y su mamá, o si algo la molestaba o asustaba, o con sonrisas cuando recibía mimos, besos y caricias. Lo mismo que hicimos todos y todas al principio de nuestra vida.

No admitimos discusión alguna por nuestras propias experiencias –relatadas por nuestras madres y padres- que desde las primeras semanas de vida podemos reconocer y expresar sin equivocación, lo que fuertemente sentimos desde nuestro ser interior. Tampoco hay discusión sobre cómo distinguimos la cara de nuestra madre y nuestro padre, era algo sencillo y que nuestra incipiente conciencia realizaba fácilmente desde los primeros meses de nuestra vida. Y meses más tarde, todavía conociendo pocas palabras, -nos informan nuestros padres y madres- íbamos a sus brazos cuando nos llamaban por nuestro nombre, y nos daban un largo beso cuando balbuceábamos “mamá” o “papá”.

Que pudiéramos identificarnos a nosotros mismos ante el llamado y que pudiéramos distinguir entre tantos rostros -aquellos, los más queridos de nuestro mundo- no fue puesto en duda jamás. “El nene ya dice su propio nombre”, “dice mamá y papá”, repetían con orgullo nuestros padres y madres. Al primer desencanto, al llanto y grito de “mamá mala” o “papá malo”, buscábamos corriendo a la abuela o al abuelo. Durante nuestros juegos Juan decía: “yo soy un autobot” y su hermanita melliza de cuatro años y medio, “vos no jugás porque no hay autobots mujeres”.

Obviamente, que pudiéramos asociar nuestra propia identidad con los géneros (masculino, femenino y neutro) “yo-juan-autobot” y “vos mujer-no autobot” iba de suyo. Tampoco llamaba la atención la relación entre la identidad de otros y otras y sus géneros: “mamá–linda-buena” y “papá-lindo-bueno”. La autopercepción de nuestros rasgos identitarios, la del género propio interno y del ajeno, ya galopaba vistosamente. Convengamos que para ese entonces, percibir nuestro género propio y las diferencias de género en las personas, y poder distinguirlos en diferentes rostros, era algo que hacíamos sin equivocarnos alrededor de los cuatro años. Ni que hablar ya a los cinco y a los seis.

Si estas historias nos son familiares a millones, no por eso lo son para muchas miles familias. Sus historias sobre sus hijos e hijas son distintas. Miles de familias. Tantos miles como personas transgénero, transexuales, travestis e intersexuales existen en todo el mundo. Para que tengamos una idea: se estima que solamente en la Ciudad de Buenos Aires y en la provincia de Buenos Aires viven unas diez mil personas transexuales, transgéneros y travestis al día de la fecha.

La historia de la familia de Luana -la niña transgénero de seis años que desde que puede hablar informó a sus padres “yo nena, yo princesa”- es igual a la de miles de familias argentinas. Pero también es muy distinta, pues su mamá y su papá desistieron de acciones correctivas y punitivas al observar la profunda angustia de Luana cuando le reafirmaban imperativamente que era “nene”. Y por otro lado, observaron su felicidad al jugar con las muñecas de otras niñas y sacar las polleras de su madre del placard para ponérselas como podía, y jugar con trozos de tela simulando el cabello largo en su cabeza. Por la persistencia de Luana en esta angustia diaría cuando la volvían a vestir con ropas de varón, la madre y el padre buscaron en especialistas la contención de sus miedos, su propia angustia y sus dudas. Y esto cambió la historia.

Cuando Luana tenía cuatro, los padres llegaron a la CHA, donde recibieron la contención y apoyo de un grupo de profesionales expertos. Cumpliendo todos los requisitos legales impuestos en la Ley de Identidad de Género (aprobada en 2011 por el Congreso Nacional), que garantiza a todas las personas el derecho a ser reconocida con la identidad de género autopercibida, Luana, su mamá y su papá, se presentaron al registro civil local. El trámite fue denegado aduciendo que Luana “es menor impúber, en consecuencia incapaz absoluta, hasta que cumpla la edad de catorce años”.

Ante la negativa, la mamá escribió una carta a la Presidenta, pidiéndole el resguardo de los derechos de Luana y de todos los niños y niñas transgénero en la situación de su hija. Otra carta similar fue destinada al gobernador de la Provincia de Buenos Aires. En simultáneo la familia fue patrocinada por el área jurídica de la CHA en un recurso administrativo de apelación, un recurso de tipo jerárquico en subsidio ante el Registro Civil provincial para que el tema fuera resuelto entonces por autoridades superiores al registro.

El jueves el gobernador Scioli ordenó citar a Luana, su mamá y su papá a la Casa de Gobierno para comunicarles formalmente que el recurso jerárquico interpuesto fue aceptado y que los datos de la partida de nacimiento de Luana serán modificados, al igual que su DNI. Para que “refleje la verdadera identidad de la niña tal cual lo ordena la vigente Ley de Identidad de Género”.

Al iniciar esta nota, escribí a modo de título la que parecía ser para nosotros y nosotras, la pregunta más importante sobre Luana claro. Pero es inevitable a esta altura del relato hacernos otras pregunta, tal vez más importante, sobre nosotros mismos, como padres y madres, y también como sociedad. Si los niños y las niñas como Luana tienen la capacidad de percibirse interiormente y comunicar su género, su identidad -y cada tantos miles hay una niña como Luana- ¿podemos como adultos imponer al niño o niña una identidad de género, a expensas de su propia felicidad? ¿Cuál sería la razón o la utilidad tan valiosa para nuestra sociedad de esta imposición? ¿Podremos aceptar que su identidad autopercibida nos transforma a nosotros y nosotras en padres y madres de una persona transexual o transgénero?

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