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27-3-2014|14:36|Linchamiento Opinión

Rosario: el odio nos despertó siendo asesinos

Un rosarino de 18 años roba una cartera y despierta la ira de los vecinos. Lo muelen a golpes, otros son cómplices por arengar, otros por desviar la mirada. El pibe muere en un hospital tres días después, donde agonizó. La gente pide justicia; lo que en realidad quiere es venganza, dice la periodista Silvina Tamous.

 

Se llamaba David Moreira y con sólo 18 años fue condenado el sábado pasado a muerte por un grupo de vecinos y ocasionales transeúntes. Fue en un juicio sumarísimo  que duró pocos segundos donde  decidieron que debía morir. Lo condenaron por el robo de una cartera, lo tiraron al piso y lo mataron pegándole patadas en la cabeza. Perdió masa  encefálica y agonizó tres días. ¿Quién merece esa muerte que nos horroriza cuando la vemos en los países musulmanes y nos parece correcta cuando los asesinos son gente de clase media que se justifican asegurando que están hartos de los robos? La foto de Moreira tirado en la calle medio muerto se exhibe como trofeo de guerra en las redes sociales y todo hace pensar que no será el único linchado por enérgicos vecinos que utilizan a un pibe desarmado como el chivo expiatorio de  su odio y de su ira. “Matamos a uno de ellos”, sostienen. Se refieren a los otros, a los que no son ciudadanos, los que amenazan carteras, teniendo en claro que es más importante la cartera que la vida. Nadie estaba en peligro cuando Moreira fue linchado, podrían haberlo entregado a la Policía. Pero era necesario asesinarlo, mostrarle al resto de la sociedad el poder de “nosotros” sobre “ellos”.  Los asesinos no eran sólo los vecinos del barrio. También estaban los automovilistas que dejaban mal estacionados sus vehículos para sumar una patada más, un golpe más y acelerar la muerte que tardó tres días.

No es la primera vez que ocurre. Hace dos años en la misma esquina, Marcos Paz y Liniers, lincharon a un ladrón sin conseguir su muerte. Y hace un año, en el macro centro, en un negocio de insumos de computación, se vivió una escena parecida a la que terminó con la vida de Moreira. Un joven ladrón reducido, a disposición de los vecinos y cuanto transeúnte se le ocurriera acercarse a golpearlo, sin que nadie pudiera poner un poco de cordura. Una vecina contaba horrorizada que se bajaban de los autos con cadenas para pegarle. “Y bueno, a mi abuela le robaron”. “Un negro de estos te caga la vida de una familia” y siguen los argumentos.

Claro que los ladrones tienen una estética. Son morochos, tienen gorrita y van en moto. Y eso fue motivo de un cuasi linchamiento de dos trabajadores hace dos semanas. Los jóvenes morochos no murieron, pero fueron desfigurados por los confundidos justicieros que este caso sí están identificados.

Pero ¿qué le pasa a una ciudad jaqueda por el narcotráfico y la violencia, que descarga su ira y su odio contra un pibe de 18 años desarmado? No todos participaron del crimen en forma material, pero sí a la hora de justificar a los homicidas. Fuenteovejuna lo hizo, como sostiene la obra teatral de Lope de Vega. Así se podían escuchar los mensajes radiales, los de las redes sociales, y los cometarios de los sitios web, vistiendo a los asesinos de justicieros.

Sin embargo, nada tiene que ver con la justicia. Y en este caso se muestra como nunca que cuando determinados sectores sociales claman justicia, en realidad piden venganza. La violencia trepa en la ciudad, y determinó que se cometieran casi un homicidio por día en lo va del año. Pero qué tenemos que ver “nosotros” en esa violencia. Una clase media asustada que condena la delincuencia y el narcotráfico sólo si es marginal. Porque los líderes de las bandas narcos no vivían en la periferia, hacía años que se habían mudado a los edificios de alta gama que miran al río sin que nadie se percatara. Molesta el traficante pequeño, pero el dinero del narcotráfico no parece molestar a nadie. Se exhibe a la banda de Los Monos en los medios y  se los condena mediáticamente no por los crímenes que cometen, sino porque un grupo de “carreros desdentados” —como sostenían en un portal local— llegaron a tener bienes que no se merecían sólo por su origen. Se muestra el porcelanato como un objeto de lujo, viviendas de clase media como mansiones , y se les atribuye hasta palomas mensajeras. De hecho, Delfín Zacarías, a quién atraparon cocinando 300 kilos de cocaína no generó tanto revuelo, pese a que tenía autos de alta gama y una cantidad indefinida de propiedades. Pero el hombre pertenecía a la enorme clase media.

Ese pibe, David Moreira, corría ciertos riesgos desde que nació. Era morocho y pobre. Y no importa si intentó o no robar una cartera. Esos pibes saben que están condenados a muerte y si la vida es tan efímera, que importa entonces. Si no hay futuro, si nunca van a pertenecer al “nosotros”, esa finitud determina que se encuentre en las bandas narcos un lugar de contención.

Lo cierto es que el odio nos despertó una mañana siendo asesinos. Y como dice una vieja canción, “veo morir a una paloma y me duele el cazador”. Pienso en los cazadores. ¿Pudieron dormir todos los hombres que descargaron su ira a patadas sobre un pibe desarmado? Si lo lograron,  es porque “nosotros” no somos mejores que “ellos”.

La ciudad solidaria y dolida, que con la explosión del edificio de la calle Salta mostró su mejor cara, hoy sale a matar en “defensa propia”.