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14-12-2013|10:05|Apropiación de tierras en la dictadura María Elena ToledoEntrevistas
En Tucumán

“Así nos mataban, ellos eran dueños de nuestras vidas”.

Hija de Julia Rita de Ariza y esposa de Ygel, María Elena Toledo fue una de las querellantes en la causa por apropiación ilegal de bienes durante la última dictadura en Tucumán. El jueves pasado el ex militar Luciano Benjamín Menéndez tuvo una nueva condena de 12 años de prisión por el secuestro. Y la familia Toledo-Ygel será indemnizada con más de 18 millones de pesos.

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Por: Milva Benitez

“Mi madre ha muerto de pena”, lamenta María Elena Toledo al recordarla. Se refiere a Julia Rita de Ariza, la mujer a la que el gobernador de facto Antonio Domingo Bussi mandó secuestrar en 1977 para despojarla de 25 hectáreas de una estancia en la localidad de Yacuchina, a pocos kilómetros de la capital tucumana. Sobre esos terrenos se levantó Capitán Cáceres, uno de los cuatro pueblos que Bussi, programó como una zona de operaciones contra la guerrilla, paralelos a la vieja traza de la ruta nacional 38, en el marco del llamado “Operativo Independencia”.

Pasaron más de 36 años. El jueves pasado, con el voto en disidencia del juez Gabriel Casas, el tribunal que integra con los jueces Juan Carlos Reynaga y Carlos Jiménez Montilla, condenó a Luciano Benjamín Menéndez a 12 años de cárcel por el secuestro de Julia Rita Ariza de Toledo y su yerno Jorge Ygel, en 1977. Por la sentencia, además, el Estado nacional deberá indemnizar a la familia Toledo–Ygel con más de 18 millones y medios de pesos.  La sentencia, una de las primeras por apropiación ilegal de bienes durante la última dictadura, fue destacada por el Bernardo Lobo Bugeau, que acompaña a la familia en el reclamo desde hace más de diez años.

 “Hace más de 30 años estoy en esta lucha. Soy viuda desde joven y comencé a buscar justicia cuando vivía mi madre, que era la  propietaria de las tierras”, contó María Elena a Infojus Noticias, días antes de conocer la sentencia. Comprometida con el recuerdo de su madre, dijo que ella insistió siempre: “no quería perder esas tierras, hasta el final de sus horas pidió que se hiciera justicia”, contó.

¿Dónde estaban las tierras que le sacaron a su familia durante la dictadura?

En Monteros, la estancia Yacuchina estaba a unos 50 kilómetros de San Miguel de Tucumán, muy cerca del cerro. Ahí mis abuelos Ariza tenían cosechaban caña de azúcar, otras veces maíz y también tenían animales. Nosotros (se refiera a ella y a sus padres) vivíamos en Tafí Viejo, porque mi padre consiguió trabajo como directivo ferroviario. Cuando mis abuelos ya no estuvieron, mi padre empezó a viajar. Cada fin de semana iba para pagar a la gente que trabajaba las tierras y para ver cómo estaban las cosas.

¿Cuándo empezaron construir el pueblo? ¿Cómo se enteraron Uds.?

El pueblo se comenzó a construir en el año 1976. En unos papeles dice septiembre, en otros dice octubre, otros en agosto, pero fue más o menos en esas fechas. En la casa de Tafí Viejo ya vivíamos con mi madre, con Jorge y los tres chicos. Nosotros seguíamos yendo los fines de semana a la estancia, y Jorge viajaba a ver cómo estaba todo. En uno de esos viajes, a la altura de Santa Lucía, unos militares no nos dejaron pasar. Nos dijeron que estaban haciendo un operativo. Volvimos otras veces y nos seguían poniendo trabas. Por eso mi marido, Jorge, y mi madre se empezaron a preocupar.

¿Qué pudieron hacer entonces?

Jorge le pidió a la gente del lugar que hiciera algunas averiguaciones. Un señor de apellido Alderete que también era productor y cosechaba caña nos avisó que estaban construyendo. Entonces volvimos otras veces, pero tampoco pudimos pasar. Ya estaban levantando el pueblo cuando se enteraron que esas tierras tenían dueño. No sé cómo no nos mataron, ellos eran dueños de nuestras vidas. Por eso, durante muchos años hemos estado en total silencio y vergüenza.

A Jorge Ygel, su esposo, ¿lo fueron a buscar a su casa?

Un fin de semana del mes de noviembre vinieron y lo sacaron (el 18 de noviembre de 1977). Los soldados rodearon toda la manzana de la casa donde vivo desde mi niñez, donde crié a mis tres hijos y ahora comparto con mis nietos, en Tafí Viejo. Enfrente había una escuela técnica y los techos de ese edificio se llenaron de soldados, con las armas apuntando hacia mi casa.

¿Sabían ustedes o se imaginaron que fueron a buscarlo por las tierras?

No. Mi marido era hijo de judíos y tuvimos la certeza de que se lo llevaban por eso. Era la hora de la siesta cuando tiraron la puerta de entrada, una puerta inmensa de madera maciza. Estábamos con Jorge, con mi madre y mis tres hijos chiquitos (la más grande tenían un año y medio y el más chico dos meses). A Jorge, se lo llevaron a los golpes. Lo subieron a un jeep y otros dos los escoltaron.

¿Qué hicieron? ¿Qué podían hacer?

Cuando se fueron justo estaba llegando un hombre que trabajaba con nosotros, traía el auto y me subí. Seguimos a los tres jeep por un rato, desde lejos, pero cuando estaban cerca de la ex Brigada de Investigaciones nos cruzaron otros autos y no pudimos seguir. Sabíamos que ahí los llevaban a todos y que los que entraban no volvían; pero todo el tiempo pensamos que se lo habían llevado porque era judío. Entonces, me fui a lo de mi suegra que tenía un negocio de venta de antigüedades en el centro de la capital y mi cuñada corrió a ver a un abogado -amigo y vecino- y salieron a buscarlo.Llegaron a la Brigada y les negaron todo, preguntaron en todos lados y les decían que no estaba, que no había llegado ninguna persona con esas características.

¿Qué les contó Jorge cuando volvió?

No podíamos denunciar porque si lo hacías no pasabas esa noche, teníamos terror. “¡Judio!!”, contó que el gritaban. Le pegaban y le repetían: “¡¡¡Judio!!! A Ustedes les gusta la plata ¡Judio! ¡Hijo de puta, vas a tener que firmar!”. Le pegaron tanto que no lo dejaban explicar que la tierra no era de él, ya no tenía ni aliento. Cuando se los hizo entender, lo cargaron cargaron en un furgón cerrado y lo tiraron Banda del Río Salí, una localidad ubicada 3 km al este de San Miguel de Tucumán. La gente lo ayudó a volver. Llegó hasta lo de mi suegra, y se quedó tres días ahí para que los chicos no lo vieran así.

Nos moríamos de vergüenza y no podíamos denunciar porque teníamos miedo. El abogado nos aconsejaba que no lo hiciéramos porque era peligroso. Era cierto, se respiraba temor. Una noche antes de que sacaran a mi esposo se llevaron a un vecino nuestro y no volvió, nunca volvió. Pasaron los años y recién le dieron la defunción a la esposa. Así nos mataban, ellos eran dueños de nuestras vidas.

Después de que se llevaran a su marido, ya sabían lo que estaba pasando con las tierras ¿antes tuvieron algún indicio de lo que podía pasar?

Yo trabajaba en Agua y Energía, un mes antes, en octubre me habían despedido. Me sacaron sin motivo, pero no sabía que se venía semejante tsunami.

Después fueron a buscar a su madre (Julia Rita Ariza, fue secuestrada en su casa el 26 de noviembre de 1977)

Pasó una semana más o menos. Esta vez golpearon la puerta. Ya estaba despuntando el día, pero todavía era tempano y estábamos vestidas con camisón. Y mi marido estaba con el piyama. Preguntaron por mi mamá: ¡La señor Rita Ariza de Toledo!, gritaban. Entraron al dormitorio y se la querían llevar así, les rogó que la dejaran vestirse. Esta vez eran tres señores vestidos con uniformes militares, de un rango más alto. La hicieron subir a un falcón y, esta vez los siguió Jorge. La llevaron directamente a la Casa de Gobierno, donde la estaba esperando Antonio Domingo Bussi.

¿Qué pasó en la gobernación?

La hicieron sentar una oficina, estuvo ahí más de tres horas. Después un empleado la hizo pasar a otra oficina y la dejó otro rato ahí, sola. Estuvo sentada, frente a un escritorio en el que estaba apoyada un arma grande que ella no se olvidó jamás. Después entró Bussi, el dueño de nuestras vidas, y le dijo que tenía que firmar los papeles.

En esta parte el relato de María Elena se detiene, destella bronca. Le duele recordar y las palabras aparecen calcadas de la boca de Julia Rita Ariza, la mujer que lloró frente al dictador.

―Yo no le voy a regalar nada, esa tierra es para mi única hija y para mis nietos, le dijo Ariza al gobernador de facto de Tucumán.

― ¡Usted firme! ― arremetió Bussi: ―El pueblo ya está hecho y lo tenemos que inaugurar, nada más.

La mujer se largó a llorar. Lloró tanto que los papeles se mojaron.

¿Desde un primer momento su madre pensó en recuperar las tierras?

Sí, como los papeles estaban húmedos por las lágrimas pensó que no iban a servir. Lo que la hicieron firmar fue una donación, después Bussi firmó un decreto donde “aceptaban” esas tierras pero los papeles que firmó mi madre nunca aparecieron.

¿Cuándo lo contaron por primera vez?

Cuando la soltaron a mi madre le dijeron que no abriéramos la boca. Pasaron los años y mi mamá seguía llorando. Ella nunca volvió a Yacuchina, yo intenté una vez ir al pueblo y un hombre con revolver en mano dijo que me retire.  Bussi todavía gobernaba la provincia. Cuando terminó la dictadura, hicimos la denuncia. La hizo mi madre y la acompaño mi esposo, en la Comisión bicameral de Derechos Humanos que se estableció en la Legislatura en 1984. Después de eso, mi mamá y mi marido entraron en un terrible estado represivo. Mi mamá murió en total quebranto, mi esposo antes (en el año 1987) de cáncer. A mí ya me habían despedido de Agua y Energía, y entonces entré a trabajar al ferrocarril como empleada administrativa.

¿Qué sintió al conocer la condena a 12 años de prisión para Menéndez por el despojo de esas tierras?

Durante las audiencias sufrí mucho, me sentí mal. Los defensores de Menéndez hacían cálculos de para qué me serviría la plata a mí, que soy una grande. Llegaron incluso a poner en cuestión que Bussi mandara a secuestrar a mi esposo, y a mi madre. Es muy duro que después de 30 años, sigan humillando la memoria de mi madre. Pero por lo menos Menéndez fue condenado, es una mancha más al tigre. No estoy feliz, pero me siento en paz. Mi madre se lo merecía.

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